domingo, 21 de junio de 2009

CRISTIANISMO

Cristianismo, religión monoteísta basada en las enseñanzas de Jesucristo según se recogen en los Evangelios, que ha marcado profundamente la cultura occidental y es actualmente la más extendida del mundo. Está ampliamente presente en todos los continentes del globo y la profesan más de 1.700 millones de personas.
El cristianismo, en muchos sentidos y como cualquier otro sistema de creencias y de valores, se comprende sólo desde “el interior” entre aquellos que comparten la creencia y se esfuerzan por vivir de acuerdo con esos valores. Cualquier descripción de la religión que ignorara estas concepciones internas, no sería fiel en el orden histórico. Sin embargo, un aspecto que los que profesan esta fe no reconocen por regla general es que semejante sistema de creencias y de valores también puede ser descrito de una forma que tenga sentido para un observador interesado, aunque no comparta, o no pueda compartir, su punto de vista.
Doctrina y practica: Una comunidad, un modo de vida, un sistema de creencias, una observancia litúrgica, una tradición; el cristianismo es todo eso y más. Cada uno de estos aspectos del cristianismo tiene afinidades con otras creencias, aunque cada una de éstas también muestra señas particulares, consecuencia de su origen y evolución. Teniendo en cuenta esto, es una ayuda, y de hecho se hace inevitable, estudiar las ideas e instituciones del cristianismo de forma comparativa, relacionándolas con las afinidades que tienen con otras religiones. Sin embargo, resulta asimismo importante el estudio de los rasgos distintivos que son exclusivos del cristianismo.

Principales enseñanzas Un fenómeno tan complejo y vital como el cristianismo resulta más fácil describirlo desde una perspectiva histórica que definirlo de una forma lógica, aunque esta descripción histórica incluya concepciones interiorizadas por los creyentes y que son también características esenciales de la religión. Uno de los elementos esenciales lo constituye el protagonismo de la figura de Jesucristo. Ese protagonismo es, de uno u otro modo, el rasgo distintivo de todas las variantes históricas de la creencia y práctica del cristianismo. Los cristianos no han logrado llegar a un acuerdo sobre la comprensión ni sobre la definición de qué es lo que hace que Cristo sea tan característico y único. Desde luego, todos coinciden en que su vida y su ejemplo deberían ser seguidos y que sus enseñanzas referentes al amor y a la fraternidad deberían sentar las bases de todas las relaciones humanas. Gran parte de sus enseñanzas encuentran su equivalencia en la predicación de los rabinos, después de todo Jesús era uno de ellos, o en las enseñanzas de Sócrates y de Confucio. En las enseñanzas del cristianismo, Jesús no puede ser menos que el supremo predicador y ejemplo de vida moral, pero, para la mayoría de los cristianos, eso, por sí mismo, no hace justicia al significado de su vida y obra.
Todas las referencias históricas que se tienen de Jesús se encuentran en los Evangelios, parte del Nuevo Testamento englobada en la Biblia. Otros libros del Nuevo Testamento resumen las creencias de la Iglesia cristiana primitiva. Tanto san Pablo como otros autores de las Sagradas Escrituras creían que Jesús fue el revelador no sólo de la vida humana en su máxima perfección, sino también de la realidad divina en sí misma. El misterio fundamental del Universo, llamado de muchas formas en las distintas religiones, en palabras de Jesús se llamaba “Padre”, y por eso los cristianos llaman a Jesús, “Hijo de Dios”. En todo caso, tanto en su lenguaje como en su vida, existía una profunda intimidad con Dios y un anhelo por acceder a Él, así como la promesa de que, a través de todo lo que Jesús fue e hizo, sus seguidores podrían participar en la vida del Padre en el cielo y podrían hacerse hijos de Dios. La crucifixión y resurrección de Jesucristo, a la que los primeros cristianos se refieren cuando hablan de Él como de aquel que reconcilió a la humanidad con Dios, hicieron de la cruz el principal centro de atención de la fe y devoción cristianas, y el símbolo más importante del amor salvador de Dios Padre.
En el Nuevo Testamento, y por lo tanto en la doctrina cristiana, este amor es el atributo más importante de Dios. Los cristianos enseñan que Dios es omnipotente en su dominio sobre todo lo que está en la tierra y en el cielo, recto a la hora de juzgar lo bueno y lo malo, se encuentra más allá del tiempo, del espacio y del cambio, pero sobre todo enseñan que “Dios es amor”. La creación del mundo a partir de la nada así como de la especie humana fueron expresiones de ese amor, como también lo fue la venida de Jesús a la Tierra. La manifestación clásica de esta confianza en el amor de Dios viene dada por las palabras de Jesús en el llamado Sermón de la Montaña: “Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mat. 6,26). Los primeros cristianos descubrían en estas palabras una demostración de la privilegiada posición que tienen los hombres y las mujeres por ser hijos de un padre celestial como Él, y del lugar aún más especial que ocupa Cristo. Esa posición de excepción llevó a que las primeras generaciones de creyentes le otorgaran la misma categoría que al Padre, y a que más tarde utilizaran la expresión “el Espíritu Santo, a quien el Padre envió en el nombre de Cristo”, como parte de la fórmula que se utiliza en la administración del bautismo y en los diversos credos de los primeros siglos. Después de numerosas controversias y reflexiones, aquella expresión se transformó en la doctrina de Dios como Santísima Trinidad.
Desde un principio, el camino para iniciarse en el cristianismo ha sido el bautismo “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” o a veces, más simplemente, “en el nombre de Cristo”. En un comienzo, parece ser que el bautismo le era administrado sobre todo a los adultos, después de haber hecho manifiesta su fe y de haber prometido corregir sus vidas. La práctica del bautismo se generalizó más al extenderse también a los niños. Otro rito que es aceptado por todos los cristianos es el de la eucaristía o cena del Señor, en la que se comparten pan y vino, expresando y reconociendo así la realidad de la presencia de Cristo, tal como se conmemora en la comunión de unos con otros en la misa. La forma que fue adquiriendo la eucaristía a medida que evolucionó fue la de una cuidada ceremonia de consagración y de adoración, a partir de textos eucarísticos escritos sobre todo en los primeros siglos del cristianismo. La eucaristía también se ha transformado en uno de los principales motivos de conflicto entre las distintas iglesias cristianas, pues no todas están de acuerdo con la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagradas y con el efecto que produce esta presencia en los que lo reciben.

El Padre nuestro
La mayoría de los cristianos conoce la oración del Padrenuestro que Cristo enseñó en el sermón de la Montaña. El Evangelio según san Mateo (Mt. 6; 9-13) recoge la versión más amplia (siete peticiones), y el de san Lucas (Lc. 11; 2-4) una más abreviada de cinco. La estructura de la oración consta de una invocación y de siete peticiones, las tres primeras relacionadas con la glorificación de Dios y las cuatro últimas con asuntos del hombre. Esta oración es un epítome de la fe cristiana, que realza la importancia de Dios sobre la humanidad.

Vida cristiana
El mandato y la exhortación de la predicación y las enseñanzas cristianas abarcan todos los temas referentes a la doctrina y a la moral. Los dos mandamientos más importantes del mensaje ético de Jesús (Mt. 22,34-40) son el amor a Dios y el amor al prójimo. La aplicación de estos mandamientos a situaciones concretas de la vida, ya sea en el orden personal o en el social, no genera uniformidad en el comportamiento moral ni en el social. Por ejemplo, hay cristianos que consideran pecaminosas las bebidas alcohólicas, pero los hay que no opinan igual. Existen cristianos que adoptan diferentes posturas sobre temas de actualidad, ya sea desde puntos de vista de extrema derecha, de extrema izquierda o de centro. A pesar de ello, es posible hablar de un modo de vida cristiano, aquel que participa de la llamada al servicio y a convertirse en discípulo de Cristo. El valor inherente a cada persona creada a la imagen de Dios, la santidad de la vida humana, así como el matrimonio y la familia, el esfuerzo por alcanzar la justicia, aunque sea en un mundo caído en la desgracia, son compromisos morales dinámicos que los cristianos deberían aceptar; sin embargo, sus conductas pueden no conseguir las metas que imponen estas normas. Ya desde las páginas del Nuevo Testamento se hace patente que siempre ha sido difícil la tarea de desarrollar las implicaciones o el alcance que puede tener una ética del amor, bajo las condiciones de la existencia cotidiana, y que en realidad nunca ha existido una ‘época dorada’ en la que haya sucedido lo contrario.
Casi toda la información de la que se dispone sobre la vida de Jesús y los orígenes del cristianismo, proviene de aquellos que proclamaban ser sus discípulos. Considerando que escribieron más para convencer a los creyentes que para satisfacer la curiosidad histórica, esta información consta por lo común de más preguntas que respuestas, y nunca se ha podido armonizar dentro de un coherente y satisfactorio orden cronológico. Dada la naturaleza de las fuentes, es imposible, excepto de un modo especulativo, distinguir entre las enseñanzas originales de Jesús y el desarrollo que tuvo este magisterio dentro de las primeras comunidades cristianas.
Lo que sí se sabe es que tanto la persona como el mensaje de Jesús de Nazaret, desde épocas muy tempranas, logró tener seguidores que creían en él como en un nuevo profeta. Sus palabras y hechos se interpretan a la luz del milagro de su resurrección. Los primeros cristianos concluyeron que lo que Él había demostrado ser, a través de su resurrección, ya lo debía haber sido antes, cuando caminaba entre los habitantes de Palestina e incluso antes de haber nacido del vientre de María de acuerdo con su condición divina y, por tanto, eterna. Se inspiraron en el lenguaje de las Sagradas Escrituras (la Biblia hebrea, que los cristianos llamaron Antiguo Testamento) para componer un relato de la realidad “siempre antigua, siempre nueva”, que habían aprendido a conocer como apóstoles de Jesucristo. Creyendo que era deseo y mandato de Jesús el que se unieran y formaran una nueva comunidad de lo que aún quedaba rescatable del pueblo de Israel, estos judíos cristianos formaron la primera Iglesia en Jerusalén. Consideraban que ése era el lugar más apropiado para recibir lo prometido: el don del Espíritu Santo y de una innovación espiritual.

Los comienzos de la iglesia
Jerusalén era el núcleo del movimiento cristiano; al menos lo fue hasta su destrucción a manos de los ejércitos de Roma en el 70 d.C. Desde este centro, el cristianismo se desplazó a otras ciudades y pueblos de Palestina, e incluso más lejos.
En un principio, la mayoría de las personas que se unían a la nueva fe eran seguidores del judaísmo, para quienes sus doctrinas representaban algo nuevo, no en el sentido de algo novedoso por completo y distinto, sino en el sentido de ser la continuación y realización de lo que Dios había prometido a Abraham, Isaac y Jacob. Por lo tanto, ya en un principio, el cristianismo manifestó una relación dual con la fe judía: una relación de continuidad y al mismo tiempo de realización, de antítesis, y también de afirmación. La conversión forzada de los judíos durante la edad media y la historia del antisemitismo (a pesar de que los dirigentes de la Iglesia condenaban ambas actitudes) constituyen una prueba de que la antítesis podía ensombrecer con facilidad a la afirmación. Sin embargo, la ruptura con el judaísmo nunca ha sido total, sobre todo porque la Biblia cristiana incluye muchos elementos del judaísmo. Esto ha logrado que los cristianos no olviden que aquel al que adoran como Señor era judío y que el Nuevo Testamento no surgió de la nada, sino que es una continuación del Antiguo Testamento.
Una importante causa del alejamiento del cristianismo de sus raíces judías fue el cambio en la composición de la Iglesia, que tuvo lugar más o menos a fines del siglo II (es difícil precisar cómo se produjo y en qué periodo de una forma concreta). En un momento dado, los cristianos con un pasado no judío comenzaron a superar en número a los judíos cristianos. En este sentido, el trabajo del apóstol Pablo tuvo una poderosa influencia. Pablo era judío de nacimiento y estuvo relacionado de una forma muy profunda con el destino del judaísmo, pero, a causa de su conversión, se sintió el “instrumento elegido” para difundir la palabra de Cristo a los gentiles, es decir, a todos aquellos que no tenían un pasado judío. Fue él quien, en sus epístolas a varias de las primeras congregaciones cristianas, formuló muchas de las ideas y creó la terminología que más tarde constituirían el eje de la fe cristiana; merece el título de primer teólogo cristiano. Muchos teólogos posteriores basaron sus conceptos y sistemas en sus cartas, que ahora están recopiladas y codificadas en el Nuevo Testamento.

Persecución: Sin embargo, el cristianismo tuvo primero que asentar su relación con el orden político. Dentro del Imperio romano, y como secta judía, la Iglesia cristiana primitiva compartió la misma categoría que tenía el judaísmo, pero antes de la muerte del emperador Nerón en el 68 ya se le consideraba rival de la religión imperial romana. Las causas de esta hostilidad hacia los cristianos no eran siempre las mismas y, por lo general, la oposición y las persecuciones tenían causas muy concretas. Sin embargo, la lealtad que los cristianos mostraban hacia su Señor Jesús, era irreconciliable con la veneración que existía hacia el emperador como deidad, y los emperadores como Trajano y Marco Aurelio, que estaban comprometidos de manera más profunda con mantener la unidad ideológica del Imperio, veían en los cristianos una amenaza para sus propósitos; fueron ellos quienes decidieron poner fin a la amenaza. Al igual que en la historia de otras religiones, en especial la del islam, la oposición a la nueva religión creaba el efecto inverso al que se pretendía y, como señaló el epigrama de Tertuliano, miembro de la Iglesia del norte de África, “la sangre de los mártires se transformará en la semilla de cristianos”. A comienzos del siglo IV el mundo cristiano había crecido tanto en número y en fuerza, que para Roma era preciso tomar una decisión: erradicarlo o aceptarlo. El emperador Diocleciano trató de eliminar el cristianismo, pero fracasó; el emperador Constantino I el Grande optó por contemporizar, y acabó creando un imperio cristiano.
La conversión del emperador Constantino situó al cristianismo en una posición privilegiada dentro del Imperio; se hizo más fácil ser cristiano que no serlo. Como resultado, los cristianos comenzaron a sentir que se estaba rebajando el grado de exigencia y sinceridad de la conducta cristiana y que el único modo de cumplir con los imperativos morales de Cristo era huir del mundo (y de la Iglesia que estaba en el mundo), y ejercer una profesión de disciplina cristiana como monje. Desde sus comienzos en el desierto egipcio, con el eremitorio de san Antonio, el monaquismo cristiano se propagó durante los siglos IV y V por muchas zonas del Imperio romano. Los monjes cristianos se entregaron al rezo y a la observación de una vida ascética, pero no sólo en la parte griega o latina del Imperio romano, sino incluso más allá de sus fronteras orientales, en el interior de Asia. Durante el inicio de la edad media, estos monjes se transformaron en la fuerza más poderosa del proceso de cristianización de los no creyentes, de la renovación del culto y de la oración y, a pesar del anti intelectualismo que en reiteradas ocasiones trató de hacer valer sus derechos entre ellos, del campo de la teología y la erudición.