viernes, 19 de junio de 2009

REVOLUCION MILITAR

Existen numerosas versiones del nacimiento de la era moderna. Ni siquiera en cuanto a la fecha los historiadores se ponen de acuerdo. Unos dicen que la modernidad dio comienzo en los siglos XV y XVI, con el llamado Renacimiento (un concepto que sólo fue inventado en el siglo XIX por Jules Michelet, como ha demostrado el historiador francés Lucien Febvre). Otros ven la verdadera ruptura, el despegue de la modernidad, en el siglo XVIII, cuando la filosofía del iluminismo, la Revolución Francesa y los comienzos de la industrialización sacudieron el mundo. Pero cualquiera que sea la fecha preferida por los historiadores y los filósofos modernos para el nacimiento de su propio mundo, en una cosa concuerdan: casi siempre las conquistas positivas son tomadas como los impulsos originales.

Se consideran como razones prominentes para el ascenso de la modernidad tanto las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento italiano como los grandes viajes de descubrimiento desde Colón, la idea protestante y calvinista de la autorresponsabilidad del individuo, la liberación ilustrada de la superstición irracional y el surgimiento de la democracia moderna en Francia y Estados Unidos. En el ámbito técnico-industrial, también se recuerda la invención de la máquina de vapor y del telar mecánico como «pistoletazo de salida» del desarrollo social moderno. Esta última explicación fue subrayada sobre todo por el marxismo, por el hecho de que está en armonía con la doctrina filosófica del «materialismo histórico». El verdadero motor de la historia, afirma esta doctrina, es el desarrollo de las «fuerzas productivas» materiales, que una y otra vez entran en conflicto con las «relaciones de producción» que se han vuelto demasiado estrechas y obligan a una nueva forma de sociedad. Por eso, para el marxismo el punto decisivo de la transformación es la industrialización: sólo la máquina de vapor, así dice la fórmula simplificada, habría sacudido las «las cadenas de las antiguas relaciones feudales de producción».
Aquí salta a la vista una contradicción clamorosa en el argumento marxista. Pues en el famoso capítulo sobre la «acumulación primitiva del capital, Marx se ocupa en su obra principal de períodos que se remontan a siglos antes de la máquina de vapor. Si la «acumulación primitiva» y la máquina de vapor se hallan tan alejadas desde el punto de vista histórico, las fuerzas productivas de la industria no pueden haber sido la causa decisiva del nacimiento del capitalismo moderno. Es verdad que el modo de producción capitalista sólo se impuso en definitiva con la industrialización del siglo XIX, pero, si buscamos las raíces del desarrollo, tenemos que cavar más hondo. No fue, sin embargo, la fuerza productiva, sino por el contrario una contundente fuerza destructiva la que abrió el camino a la modernización, a saber, la invención de las armas de fuego. Aunque esta correlación hace mucho tiempo que es conocida, las más celebres y consecuentes teorías de la modernización (incluido el marxismo) siempre le dieron poca importancia. Pero el arma de fuego ya no estaba en manos de una oposición «de abajo» que hacía frente al dominio feudal, sino que llevaba más bien a una revolución «de arriba» desencadenada por príncipes y reyes. Pues la producción y movilización de los nuevos sistemas de armas no eran posibles en el plano de estructuras locales y descentralizadas que hasta entonces habían marcado la reproducción social, sino que requerían en diversos planos una organización completamente nueva de la sociedad. Las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no podían ser producidas en pequeños talleres, como las premodernas armas de punta y filo. Por eso se desarrolló una industria de armamentos específica, que producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo surgió una nueva arquitectura militar de defensa en forma de fortalezas gigantescas que debían resistir los cañonazos. Se llegó a una disputa innovadora entre armas ofensivas y defensivas y a una carrera armamentista entre los estados que persiste hasta hoy.
Fue el historiador alemán de economía Werner Sombart quien, significativamente poco antes de la Primera Guerra Mundial, en su estudio «Guerra y Capitalismo» (1913) abordó minuciosamente esta cuestión; eso sí, sólo para luego entregarse a la exaltación de la guerra, como tantos intelectuales alemanes de la época. Sólo en los últimos años los orígenes técnico-armamentistas y bélico-económicos del capitalismo han vuelto a estar en el orden del día, como por ejemplo en el libro «Cañones y peste» (1989), del economista alemán Karl Georg Zinn, o en el trabajo «La Revolución militar» (1990), del historiador estadounidense Geoffrey Parker. Pero tampoco estas investigaciones encontraron la repercusión que merecían. Obviamente el mundo occidental moderno y sus ideólogos sólo a regañadientes aceptan la visión de que el fundamento histórico último de sus sagrados conceptos de «libertad» y «progreso» debe ser encontrado en la invención de los más diabólicos instrumentos mortales de la historia humana. Y esta relación también vale para la democracia moderna, pues la «revolución militar» sigue siendo hasta hoy un motivo secreto de la modernización. La propia bomba atómica fue una invención democrática de Occidente.
La innovación de las armas de fuego destruyó las formas de dominación pre capitalistas, ya que volvió militarmente ridícula la caballería feudal. Ya antes del invento de las armas de fuego se presentía la consecuencia social de las armas de alcance, pues el Segundo Concilio de Letrán prohibió en el año 1139 el uso de las ballestas contra los cristianos. No en vano la ballesta importada de culturas no-europeas a Europa hacia el año 1000 era considerada como el arma específica de los salteadores, los fuera de la ley y los rebeldes, incluyendo a figuras legendarias como Robín Hood. Cuando surgieron las armas de cañón, armas de distancia mucho más eficaces, quedó sellado el destino de los ejércitos a caballo y envueltos en armaduras. Como libres empresarios de la muerte, los «condottieri» dependían, no obstante, de las grandes guerras de los poderes estatales centralizados y de su capacidad de financiación. La versátil relación moderna entre mercado y Estado tiene aquí su origen. Para poder financiar las industrias de armamento y los baluartes, los gigantescos ejércitos y la guerra, los Estados tenían que exprimir al máximo sus poblaciones, y esto, en correspondencia con la materia, de una manera igualmente nueva: en lugar de los antiguos impuestos en especie, la tributación monetaria. Las personas fueron así obligadas a «ganar dinero» para poder pagar sus impuestos al Estado. De este modo, la economía de guerra forzó no sólo de forma directa, sino también indirecta, el sistema de la economía de mercado. Entre los siglos XVI y XVIII, la tributación del pueblo en los países europeos creció hasta un 2.000%.
Naturalmente las personas no se dejaron integrar de manera voluntaria en la nueva economía monetaria y armamentista. Sólo se las pudo obligar por medio de una sangrienta opresión. La permanente economía de guerra de las armas de fuego dio lugar durante siglos a la permanente insurrección popular y de esta manera a la guerra permanente interna. A fin de poder arrancar los monstruosos tributos, los poderes centralizados estatales tuvieron que construir un aparato igual de monstruoso de policía y administración. Todos los aparatos estatales modernos proceden de esta historia del comienzo de la Edad Moderna. La auto administración local fue sustituida por la administración centralizada y jerárquica, a cargo de una burocracia cuyo núcleo formaron la tributación y la opresión interna.